Era el año en que corríamos tras las mariposas con ramas de
sauces. La calle de tierra aún permanecía húmeda por las lluvias torrenciales
de primavera. El aroma de los paraísos y las nocheras de tía Coco, junto al sol
que se filtraba entre las ramas del alcanfor de Don Castillo, formaban un combo
perfecto al atardecer en Merlo.
En Woodstock tocaban Santana, Janis Joplin y Jimi Hendrix,
mientras Neil Armstrong ponía un pie en la luna. ¡Días felices aquellos! Yo
tenía una hermana y mi propia familia. Tras las fiestas, pasaron por casa
Melchor, Baltasar y Gaspar. Mi alegría fue total: me regalaron una bicicleta
amarilla. Era la más hermosa de todas. En el rostro de Abel vi reflejada mi
felicidad, hasta que caí en cuenta de que no sabía pedalear. Pensé, sonreí y
llamé urgente a Susana y Ana, quien, además de ser mi prima mayor, era mi
madrina.
Al principio, ellas me ayudaron sosteniendo la bicicleta.
Luego se colocaron una frente a la otra, y así empecé a rodar solo. Poco a
poco, se fueron alejando, hasta que en un descuido caí al suelo. Sí, lloré
bastante. No fue necesario visitar al médico; todo se solucionó con hielo y
mimos.
La bicicleta amarilla fue mi primer gran regalo. Dormía en
el taller-garaje de tío Bebe, mi padrino y la persona que me brindó todo su
amor durante mis primeros años. Era tan celoso de ella que no dejaba que mis
amigos la usaran. Una tarde, Jorge, mi amigo y compañero de pupitre, llegó a
llorar para que le permitiera dar una vuelta.
—¡Bueno, dale! Date una vuelta a la manzana, y ¡cuidado,
gordo!
—¡Gracias, Tony!
Pasó el tiempo y Jorge no regresaba. Me puse ansioso y corrí
hasta la esquina de Don Alfredo. Entonces lo vi acercarse con la bici de tiro.
Primero me agarré la cabeza, luego caminé hacia él: Jorge estaba todo embarrado,
y la bici, obvio también, sin cadena y pinchada. —¡Ay, Dios mío, ¡qué angustia!
—. Jorge lloraba de dolor y miedo. Yo ni lo miré; tomé la bici y la llevé al
taller de tío Bebe. No había nadie. Miré atrás y ahí estaba él.
—No puedo ir a casa así…
—¡Sos un boludo! Vení, pasá al lavadero y lávate. Voy a
buscarte una remera.
Cuando Abel volvió del trabajo, ya había lavado la
bicicleta. Entre mate y mate, nos pusimos a repararla. A veces se reía solo, y
yo seguía con cara de preocupación. Abel, la pareja de mi madre, llegó a casa
cuando yo tenía cinco años y mi hermana Sandra estaba en la panza de mamá. Fue
entonces cuando la vida me dio el mejor regalo: volver a disfrutar de mi
madre.
La bicicleta amarilla… Siempre recordaré la bicicleta
amarilla.